Huelo el azúcar de la sangre que
brota de mis manos, mezclada con el barro de éste mi último ayer. Pienso en
todas las palabras que puedo formar con las letras de tu nombre, puesto que
desde hoy ya nada más diré. Siento las llagas de mis piernas abrirse para
permitirle a tanto dolor doler fuera. Lo recuerdo todo. Así de rodillas como
estoy, me quedo; como quien rinde reverencia ante Dios. La vista hacia las
entrañas de la tierra que te engulle, pues en este momento creer en edenes y nirvanas sabe a broma de mal gusto. Pero tal
vez…
Me levanto, casi reptando sobre
mi cuerpo, voy alzándome despacio hasta erguirme, aunque por dentro todo ruede
al revés. Como los arboles que mueren de pie: maltrechos, envejecidos,
putrefactos pero tiesos, con la dignidad inmaculada, pasando inadvertida a los
tácitos su hora final, así viviré también, echando raíces a tus pies.
Casi 730 días. Sigo aquí, y
siguen pasando las estaciones y las gentes. Algunos se detienen, me conversan,
incluso me besan y me apedrean, aplauden mis hojas nuevas, las confunden con
pasos y con olvido. Los ciegos del mundo
que dicen que ven, no se han dado cuenta
aún que aquí yace un árbol y no una mujer, deshojando minutos en vez de
margaritas.