jueves, 31 de marzo de 2011

Marc Chagall: Amantes y flores


No sé si será la proximidad de la noche, o el crepúsculo otoñal y su nostalgia ocre, pero no logro desprender mi retina de vos. Mi memoria, con la misma imprudencia que la de una pequeña, engrandece lo que en realidad era un solo retazo, y me viste de tus brazos en innumerables cuadros que no son más que un anhelo. Caigo en la cuenta de que lo que echo de menos, vos, no pereció nunca, si nunca nació y entonces el olvido se vuelve fútil. Pero en mi retina tu amarillo y la tarde se mezclan, y casi puedo leerte los labios al tiempo que me llamas, porque en mi romance no has dejado de llamarme, y debajo de los párpados, no hay moral que me condene y puedo fundirme en este delirio que hoy, no sé si por la proximidad de la noche o el crepúsculo otoñal, se tiñe de ámbar.
Abro los ojos y es miel. Abro los labios y es miel. Abro las manos y es miel.   

miércoles, 30 de marzo de 2011

Magdalena

La Iglesia quedaba –no por azar- a trescientos metros de la casa, de modo que cuando sonaron las campanas poniendo término a la misa, despertó, entre asustada y divertida (como sólo los niños se sienten cuando son conscientes de estar haciendo algo que no deben) a la idea de que esa noche habría represalias por haberse ausentado de la ceremonia. Y es que vivir con el tío del sacerdote era, sin lugar a dudas, la mejor opción considerando las circunstancias pero no podemos negar que también tenía sus pormenores.  Hacía tiempo ya que no se estilaba reprender físicamente a las niñas, pero el de Ursino era un poblado particular, y conservaba ciertas costumbres, por creerlas ciegamente universales, cuando en realidad nunca lo habían sido. Contaban, entre estos vicios casi santos, con rutinas tan inverosímiles como la de beber clara de huevo las mañanas de Nochebuena, volar cometas los domingos religiosamente en la plaza mayor, vestir a las hembras de yorkshire (la única raza de canes conocida por los ursinianos) y calzarse los hombres exóticos trajes revestidos de latas de antaño traídas por los barcos en el origen de la ciudad, antes de que el río se secara y el puerto se convirtiera en feria. Magdalena supo que no podía faltar mucho para que llegase Don Luis, y corrió a esconder los cinturones. Aunque sabía que nada iba a menguar la furia del señor, subió y bajó las escaleras una decena de veces porque estando quieta podía oír el galope de su pecho y esto la aterraba aún más. 

Cuando la tarde cayó, y los asientos ya no le parecieron tan lacerantes, decidió montarse en su bicicleta –el único obsequio que le habían enviado sus padres en los catorce años que llevaban sin verse- y vagar no tan sin rumbo unos minutos, procurando pasar frente a la casa varias veces para que Don Luis pudiera cerciorarse de que no huiría, y una vez corridas las cortinas, arremeter con un pedaleo voraz hasta la calle primera, donde podía dejar su velocípedo en lo de la comadrona del pueblo, Anamaría, que tenía particular devoción por la pequeña. Allí sólo una posada había, y a menos que fuera el día en que las nueve lunas de Rosaura llegasen a su fin por séptima vez, no iba a cruzarse con ningún vecino  e iba a poder aguardar tranquila a que el 537 llegase a destino.  Al cabo de veinte minutos, el polvillo de la tierra roja la despertó de su ensueño. Sacó de su zapato las monedas de cobre casi sulfatadas, y subió de un escalón por vez, porque su metro treinta de alto no le permitía más, de haber podido lo hubiera hecho de un salto si eso le anticipaba un instante al menos de libertad.

El único ómnibus que en su trayecto cercaba Ursino era este en el que Magdalena ahora viajaba. Menos casualidad que ironía divina, la emancipación tenía un solo camino, mucho polvo colorado y  tres dígitos impares. Tras bordear varios partidos, ninguno más pequeño o arcaico que el suyo, al fin descendió al puente. Bajando los veintiocho escalones que ya la intuían, estaba su venerado tren. La siesta que significaban las cortinas corridas le daba no menos de dos horas, claro que eso incluía el pedaleo, la espera del 537 y el viaje a la civilización. Aunque sabía que no había llegado el momento de escabullirse, tenía un sentido del tiempo privilegiado y le restaban como mínimo sesenta minutos de vías, de modo que iba a poder ver dos, quizá tres ferrocarriles pasar, sin ella aún. A la hora de la mesa, ya estaba de vuelta en la casona, con los mandados hechos y la olla en el fuego para que cuando Don Luis despertase, le pellizcase el cachete con su maldito gesto de perdón y sonriera a gusto.

Así pasaron los meses, y Magdalena fue cumpliendo los quince, los dieciséis y los diecisiete, y la bicicleta le empezó a quedar chica. No habían llegado nuevas encomiendas de papá y mamá, de manera que no podía esperar más. Siendo una sola, y teniendo tan pocas cosas como tenía, no hacía falta mucha planificación. Un domingo nuevo, omitió –por primera vez con culpa- la ceremonia y cargó en su morral las escasas pavadas con que contaba antes de subir a la oxidada bicicleta de niños que Don Luis había guardado en la galería de invierno. Esta vez, no corrió, más bien saboreó con pausa el trayecto hasta la casa de la comadrona, cómplice sin saberlo de los propósitos de la joven. Anamaría, que de tanto parto había olvidado inventarse el propio, encontraba en Magdalena la hija que había omitido.

Cuando descendió del ómnibus,  su morral siguió viaje hasta la terminal, acurrucado en el asiento que de a poco perdía tibieza. Al primer tren lo dejó pasar. Pensó en Don Luis. Es cierto que era un viejo lobo estepario pero ella sabía que él la apreciaba de veras, con su  rústico modo de querer, por supuesto. Y también en Anamaría, y las faltas por las que iba a pedir indulto después. Vio las rodillas gastadas y encendidas de la vieja mujer, de tanto confesionario, tanta misa, tanto pie de cama nocturno. Pero al segundo tren no lo dejó pasar. A esta altura, ya sabía que la emancipación, menos por casualidad que por ironía divina, tenía un solo camino, mucho polvo colorado y  tres dígitos impares. Y la libertad de Magdalena empezaba donde para cualquiera todo termina. 

No había nadie en la estación, y Don Luis no llegó ese día sino hasta entrada la noche, de modo que el chofer del 537 supo antes que ninguno lo que había ocurrido, cuando llegó a la terminal, vio el morral acurrucado en el asiento, buscó entre las cosas algún dato que le permitiera devolverlo, y encontró sólo la nota. 


sábado, 26 de marzo de 2011

Farol, tango a dos voces

EL
Todos los dedos menos el pulgar yacían escondidos en el espacio que hay entre dos botones del saco. El chambergo apenas dormido sobre la cara y la suela del zapato recién lustrado reposada sobre un farol titilante de la puerta de la casa de ella. Hacía honores con su presencia a la más lunfarda de las poses. Las ideas rubricadas y firmes. La exactitud de lo que iba a pronunciar generaron el estupor que su mente trataba de asimilar. Miraba de reojo la hora, ávido pero no asustado, esperaba que esa figura rompiera la quietud de la noche abriendo la puerta. Los minutos correspondían a su naturaleza y pasaban insaciables cumpliendo las vueltas que el reloj les obligaba. Mientras, él, manteniendo la pose, repetía incansablemente las frases que había escrito en esa hoja rayada; a medida que las coreaba, menos les creía. Sin perder el tinte persuasivo de su imagen, creaba en su mente el rostro que iba a recibir ese golpe cifrado en letras. El movimiento en la oscura calle parecía omitido por los dioses a pesar de las plegarias silenciosas de aquel hombre. La puerta continuaba inmóvil y contradiciéndola seguían las agujas y el insoportable tictac. Por fin se desen­tendió de la postura e inmediatamente la luz sobre su cabeza se vistió de parca. Sin ver emprendió el camino de vuelta a su domicilio y a la angustia. Antes de poder dar el segundo paso, la luna, emulando a Rá, enmarco en sus ojos la silueta que él esperaba, pero no girando aquel picaporte, sino subiendo por la leve oblicua que presentaba la calle. Despertó a su sombrero y dejó a sus ojos indefensos ante la invasión visual. Los tacos se acercaban y el perfume desordenaba su archivo de ideas. El pie izquierdo se posaba justo enfrente del derecho, para que éste luego se le adelantara y posase exactamente frente a la cara del anterior. Medias oscuras mezcladas con la sombra no permitían ver piel a pesar de la minúscula falda. Recién el prominente escote de la remera dejaba ver esa tentación dérmica. Lacio rubio sobre los hombros y una gargantilla sobria servían de marco para ese rostro perfecto, que ni la negrura de la noche dificultaba su revelación. La mano derecha de él, curiosa en el bolsillo, temblando acelerada y ha­ciendo juego con el bobo. El encuentro era inminente, empíricamente inevitable. Sin embargo las cuerdas vocales tensas impidieron que el sonido reviviera en esa vereda en penumbras. La mirada con clorofila de ella jamás giró y los rezos de aquel compadrito se cumplieron: la puerta demostró su existencia rechinando sus bisagras para abrirse y luego cerrarse escondiendo a la dama culpable de aquella espera. Bajó el ala de su casco de fieltro, la mano ya calma había entrado entre los botones del saco y la suela del calzado otra vez reposada sobre el poste eléctrico que insistía intermitente. Volvía al inicio, molestando a los dioses en silencio y con la misma pose rea, pero que ahora se vuelve rebelde al ahogar desde sus ojos aquel refrán que nunca aprendió.

ELLA
El carmín excedía los márgenes debidos, y quizá más de una esa noche gozó viendo el detalle, pero ella no lo supo porque la malicia nunca ríe en voz alta. Odiaba las milongas, como sólo pueden odiarse las cosas más amadas, pero de vez en vez ignoraba su rencor e inclinaba el metatarso en punta para bosquejar un ocho en el lugar. Horas atrás, mientras repasaba sus medias con las manos, cerciorándose de que no hubiera brechas, se hacía a la idea de que esa noche tampoco iba a taconear, más que en el empedrado sobre el que vivía desde pebeta. No es que no hubiera tenido ocasión de dejar el barrio, pero no quiso aprenderlo todo de nuevo. Bastantes vaivenes su memoria tenía en laberintos trillados, más algún puesto nuevo de feria que abría y sumaba sendos carteles de anuncio a su carrera de obstáculos.  Ya en la ideal, fumó más de lo que esperaba porque ciertamente esta vuelta no esperaba nada y cuando se hizo la hora de partir de a dos, ella empinó el codo para beber de un sorbo esa última copa de malbec, que sabe a mérito cuando se pierde la mano con tanta honra, y encaró la noche sin más que lo puesto y del brazo de su fe maltrecha. Recién el tercer conductor del ómnibus correspondió a su apuro, y  en veinte minutos que le parecieron viejos, bajó a los cien metros que distaban de su portal. Por un segundo nomás, creyó que alguien iba a estar allí, aguardándola, con la suela de un zapato recién lustrado reposando sobre el farol, tarareando quizá uno de sus preferidos. No pudo saborear su quimera, porque el tramo era doblemente arduo gracias al vino barato y maldito, y tuvo que depositar su estrecha lucidez en los pasos. Ella no alcanzó a saber -como tampoco supo de las risas maquiavélicas de las demás  bailarinas- que él realmente estaba, silbando con el pecho las notas de su porvenir. Y él no supo, aún con los dones que le sobraban, que ella más que intuirlo nada podía; si ni siquiera cuando vio el desatino buscando la cerradura lo sospechó; sino alcanzó a descubrir sobre el verde calado de sus ojos, el manto que los cubría… mejor para ella entonces, haber desoído sus desafinaciones y omitido la fortuna. Para qué bailar la última pieza con optimismo, si el tango a ella le sentaba tan bien.  

jueves, 17 de marzo de 2011

Limbo

Quiero dar vuelta sobre mis pies, pero ya es tarde. 
No porque haya agujas, o porque exista el tiempo.
Se abrió una brecha en medio de la materia 
y aquí convivimos el silencio, mi clamor y yo,
que por estos pagos tan desolados ha cobrado esencia.
Mejor así, que sea soberano de su pena, y me deje a mí indolente. 
Y es que no sólo el desierto con que sueño está deshabitado, 
si hoy amanecí al vacío… No puedes llegar, ni puedo irme. 
No lo entendés, y no quiero que lo hagas nunca.
Verás, aún tengo clemencia (aunque me he traído tu fe)
No ves que los ecos de tus inacabables preguntas repican sólo sobre tu llanto. 
Ignoro cuándo es de día allá; de este lado del viento no hay más lumbre que el recuerdo. 
No insistas con tus puertas, ni tus balsas, ni tus cuerdas. Ya no insistas.
Sólo quedan raíces bajo el polvo que dejan los huesos.
Y estas raíces valen mucho más que todo, si me mantienen en pie. 

domingo, 13 de marzo de 2011

FRIDA

Llevo conmigo las piezas, a metros nomás de tu quimérica inconsciencia, y me dispongo a resolver el rompecabezas de tus vértebras maltrechas. Quiero sanarte.
Pienso en la paradoja de tus nombres, en el morbo del director de teatro que llamó a tu obra sufrida, en las culpas de quién te acristianó Magdalena, y en todas las piedras de tantos cobardes e infortunios que luego llegaron implacables a tu pecho.
Dormida, siempre logro componerte, pero cuando volteo y te busco, no hay a quién salvar. 
Las telas sobre la camilla se agitan aún. No hay ventanas, de modo que es tu viento el que las mueve. ¿Cómo es que andas sin suelo? Menos turbada que asombrada, veo las plumas perdidas de tus pies por la celeridad de la huida y entonces al posar la vista sobre tu flamante columna, que yace fútil en mis manos, río.
El infierno de pronto se vuelve tangible, es uno y es este, pero no toda luz es fuego y entre los destellos que  no encienden dolor, vas. Virgen, inalterable, perfecta, inédita, exacta... 
Los fragmentos de tu cuerpo, casi sin estrenar, roídos por tus hermanos.
Brota de tu pincel, nada menos que  la expiación del horror del mundo.  No es causa propia, ni sublimación. Sólo uno puede herirte. Y ese uno te hiere. Sostiene tus pasos, y al instante cuando te encuentra sin más guardia que la piel, te arrastra feroz barranca abajo, pinta con tu sangre y tu barro, descansa con tu sueño y con tus párpados, y te deja en desvelo sin ojos ni credo. Pero vuelve a elevarte, te recuesta en su regazo, te acuna como quién sabe, y entonces sosiega el mar, aplaca su cólera y pone fin a tu duelo. Te vuelve madre.  
¡Y yo que pensaba que zurciendo tus huesos te curaba!
Al fin de cuentas eras una mujer más.


domingo, 6 de marzo de 2011

Anáfora desigual

Abandoné toda verdad para verte allá donde no hace falta mirar…
Anochece al otro lado del mar, pero la luz en vos sólo desnuda la sangre que brotaba, hasta hace un segundo nomás en silencio, de tus pies. A pesar de todo, dicen, seguís siendo su más hermoso retazo. Pero yo te veo tan lienzo nuevo, tan inédita, tan anónima, bailando así descalza, en la cornisa del ayer, la niña hacia un costado, del que siempre te meces. Pero mañana, cuando sea mañana, en un instante o un siglo quizá, intuyo al viento trayéndome el eco de tu voz, sollozando por última vez. Y no es amnesia como pensábamos, ni resignación. Así tenga que marcarte las cartas. No hay más domingo ni tres de marzo ni mengua de fe. Ahora siempre llueve donde vos no estás.Y puedo, más bien debo, dejarte andar, con los ojos abiertos a la incógnita estación. Y te veo cruzando las vías, dejándolo todo atrás; y aunque nadie comprenda porqué te dejé caer del lado que siempre te meces, yo te veo tan lienzo nuevo, tan inédita, tan anónima, tan plena en el retazo; para qué reclamarte si bailando en la cornisa sonreías por la mitad. Dejé de imaginar lo que sería esperarte vida al final del altar,  cerré las puertas a Morfeo la última vez que acudió a mí, y me di cuenta con el tiempo que no volví a parpadear, para poder verte próspera casi ufana con él. Olvidé los prejuicios el día que te entregué, las leyes y los tabúes, el arcaísmo del querer, es que fue tan hipnótica tu dicha, que no quise salir más del parque aquel. Es cierto, yo los reuní, es cierto que de este lado del cielo, no debí, pero yo bien sé que aunque falten años para que me conozcas de nuevo, en el segundo final me lo agradeciste. Tantas veces incólume llorabas tras dar el salto, y repetías la secuencia anhelando un final distinto, odiando la indemnidad que dan los sueños. A tu valor le sobraban culpas, y siempre le hubiera faltado una excusa que ensordeciera tu conciencia. Anochece al otro lado del mar, pero la luz ya no nos duele, o al menos no a vos.  Y la sangre que brota de mis pies es lo más parecido al amor que pude desear. 


sábado, 5 de marzo de 2011

No hay merienda sino hay Capitán

La confesión final
Mi planta de naranja lima

Los años pasaron, mi querido Manuel Valadares. Hoy tengo cuarenta y ocho años y a veces, en mi nostalgia, siento la impresión de que continúo siendo una criatura. Que en cualquier momento vas a aparecer trayéndome figuritas de artistas de cine o más bolitas. Tú fuiste quien me enseñó la ternura de la vida, mi Portuga querido. Hoy soy yo el que tengo que distribuir las bolitas y las figuritas, porque la vida sin ternura no vale gran cosa. A veces soy feliz en mi ternura, a veces me engaño, lo que es más común.
En aquel tiempo... en el tiempo de nuestro tiempo, yo no sabía que muchos años antes un Príncipe Idiota arrodillado frente a un altar, preguntaba a los íconos con los ojos llenos de lágrimas: ¿Por qué les cuentan cosas a las criaturitas? Y la verdad es, mi querido Portuga, que a mí me contaron las cosas demasiado pronto. Adiós.