sábado, 31 de enero de 2015

El lobo y la osita


El lobo. Los ojos de Julio no tienen color. Si uno los mira detenidamente, se da cuenta que no son ojos, sino orificios por los que el mundo entra. Como el vientre de una madre alberga un niño, el cuerpo de Julio sirve, perfecto,  a la defensa del mundo. Y pienso que realmente Julio, en su versión de cofre, es como una madre. No hospeda así sin más a los habitantes del mundo, no le cede el espacio de sus vísceras para ser sencillamente una cuna. Es realmente como una madre que cría al mundo: lo amamanta y lo somete, lo ilustra como él quiere, decide sus vergüenzas y sus dones.
Pero las cosas no están puestas allí en orden casual. – Escucho que me dice con su acento afrancesado que arrastra las erres, sin dejarlas caer del todo. 
Es la ambigüedad física de sus ojos, quiero decir, de los orificios hondos y azabaches que hacen las  veces de ojos. Están tan lejos uno del otro que acaban teniendo 360º de espectro visual, mientras los demás que tenemos sólo dos ojos podemos ver, como mucho, un perfilcito de las cosas. Y así es muy fácil ver el mundo que él ve…  






viernes, 23 de enero de 2015

Con solo uno de los dos

El aún no alcanza a subir a la montaña rusa; ella sí y lo sabe, pero dice que no con la cabeza, para poder seguir así, columpiando los brazos a la par.  El quiere eludir su infancia, vivirla toda en un salto, en una pirueta de rayuela, arrojar la piedra y que caiga de un solo tiro en el cielo, en el flequillo perfectamente recto de ella. En el tren que no existe, él le grita bajate acá! y ella obedece insensata. Sueltos de tren pero de la mano, ruedan en el pasto llenándose de llagas la piel. Van tan felices que nadie creería lo que duelen esas lastimaduras de juego. Parece que rodaran en cámara lenta. Cualquiera que los viera entendería que ahí estaba el amor. Mi papá diría que si Dios existe, seguro habita entre ellos dos. Entonces ella menea la frente diciéndole no a la montaña rusa y él tira de la mano de ella para saltar del tren acá. Intenta disimular que recorre la palma de ella con sus dedos y es tanta la intimidad del gesto que si alguien los viese en ese instante, sentiría pudor como de verlos desnudos.  Solo de pensar esto él, ella se sonroja. Las flores en el  vestido, el moño medio caído de lado dibujan a la mujer más amada; el pelo todo revuelto, las uñas mordidas, las pantorrillas sucias de tierra y la comisura con helado de chocolate, al hombre que más amó. Y si ella supiera que él uso la plata de la alcancía que le regalo el abuelo en navidad para comprar esos helados. Y que ni siquiera le molestó cuando ella dijo que no le gustaba esa frutilla. Que le importaba a él la plata de la alcancía o el éxito de la heladería, tenía las yemas hurgueando en su palma, nada se comparaba. Nacían luciérnagas en la ciudad cuando podían estar así, los segundos previos a la llegada de las mamás. Iban descontando el tiempo con la mayor de las amarguras, desde que la señorita los hacía formar la fila en el aula hasta que llegaban a la puerta. Sentados con la espalda en la pared, el se ponía mas y mas ansioso y ya casi le hundía las uñas mordidas y ella del miedo ni se percataba. ¿Paz? La alzan del codo y el pañal asoma las flores del vestido. ¿Juan? Se seca los mocos con el puño porque él ya empezó a llorar.