martes, 27 de septiembre de 2011

Fort-Da

Los adioses viven en una calle de ecos donde resuenan eternas las letras de tantas bocas, como resuenan las gotas de lluvia que se filtran por los techos de zinc. Los adioses y las gotas no dicen nada pero sí zumban, a veces miedo, a veces furia, a veces dolor, a veces alivio. Nuestro adiós no habita el mismo pasaje que los otros, está en una calle distinta, con ecos que cada vez que llegan, silban una palabra nueva. Como una botella al mar repleta de hojas en blanco que escriben los marineros y se borran cada vez que un náufrago la rescata. Hoy, hay un murmullo de grillos fuera de mi ventana, ¿o está dentro de mi cabeza? Son vos y tu campo que vinieron a espiarme, ¿o seré yo que otra vez te estoy llamando en sueños? De cualquier manera están y eso es lo que importa. Importa que puedo traerte tan cerca como necesite, como si las distancias entre nosotros pendieran de un carretel. Tengo en las manos esta maravilla embebida de azul, azul como el espacio y el tiempo, y cuando lo deseo, tiro hacia mi centro y de repente estás bajo mi piel, con tu murmullo de grillos despertándome de este sin vos que si no fuese por el carretel, sería el insomnio.
Duermo porque tengo en las manos ovillado el hilo de tu cintura.





martes, 13 de septiembre de 2011

Después de la tempestad


Lo que hasta ayer era fuego, hoy se ha convertido en mera brasa.
Sólo ellas se detuvieron ya que a nadie más le concernía aquella tierra vieja y apenas en llamas; llegaron casi a la par pero por caminos muy distintos. Se sentaron de cara al recuerdo, que cada vez bramaba con menor voracidad; era el después de la tempestad. 
Sé que  ellas no querían que la tormenta aplacase; si es que acaso llegué a conocerlas, podría afirmar que no querían recobrar sus sentidos. Primero, las enmudeció el pánico. Luego los sollozos, que las corrieron incansables piel adentro, acabaron por ensordecerlas. Ya sordomudas, enceguecieron por mirar fijo al vacío, como quien se olvida de parpadear ante el sol.  Finalmente las manos, sus manos aún trémulas,  se enllagaron  de tanto arañar al tiempo. Cuando el mundo comenzó su nuevo rodeo, creí que echarían a andar, pero no lo hicieron. Quizá pensaron que así el Dios de turno tendría más indulgencia, o que quietitas como estaban, la vida misma les perdonaría la escasez de coraje. Se sentaron dándose las espaldas, en total oscuridad, igual que los gatos se posan en la cornisa por las noches, y yo impotente detrás de su dolor, quise prestarles mis ojos para su llanto, pero no pude. Quisiera poder hacerles saber que estoy bien. A veces una me escucha, pero enseguida me desestima, tal es su temor ante la locura. Y sé que la otra desea fervientemente oírme, pero tengo prohibido acercármele.  Sería muy peligroso, dicen. Si me asomase a su quimérica inconsciencia, aunque tan sólo un segundo fuera, detendría su latir tan sólo por serme fiel. Ella me inventa en sueños, busca mis brazos y mi orgullo, intenta expiar culpas que no le pertenecen, espera la redención. Cree que me falló. Mira las brasas fuera, tratando de hallar fuego entre el despojo; necesita verme porque dentro mi imagen se le borronea en la retina de la memoria, y por más que me enjuague con sus pañuelos de papel, me está olvidando y eso la atormenta. Está perdiendo el sueño, y piensa que en la similitud me rinde homenaje. Da interminables vueltas entre las sábanas, retorciéndose como las larvas que bajo la tierra acompañan a los muertos. Últimamente duerme febril, y se desagua. La tercera se bate en la ambigüedad del duelo más confuso, me repudia y maldice en silencio, más abre la mano izquierda cuando duerme, buscando mi compañía a su diestra.
Hace más de una hora que han dejado de mirarse, cada quien ensimismada en sí.
Se preguntan si los nuevos transeúntes alcanzarán a imaginar la hoguera que allí ardió, pero la pregunta que en verdad rueda detrás de su pavura  es si ellas mismas serán capaces de advertirla. 

martes, 6 de septiembre de 2011

Pasajes hermosos si los hay...

La insoportable levedad del ser, Milan Kundera.

No es la necesidad, sino la casualidad, la que está llena de encantos. 
Si el amor debe ser inolvidable, las casualidades deben volar hacia él desde el primer momento, como los pájaros hacia los hombros de San Francisco de Asís… 

Su aventura con Teresa había empezado precisamente en el mismo punto en que terminaban las aventuras con otras mujeres. Tenía lugar al otro lado del imperativo que le impulsaba a conquistar a mujeres. No pretendía descubrir nada en Teresa. 
A Teresa la recibió descubierta. Hizo el amor con ella antes de que le diese tiempo de coger el escalpelo imaginario con el que abría el cuerpo yacente del mundo. Antes aun de que tuviera tiempo de preguntarse cómo sería cuando hiciera el amor con ella, ya le estaba haciendo el amor. La historia de amor empezó después: le dio fiebre y él no pudo mandarla a su casa como a otras mujeres. Se arrodilló junto a su cama y se le ocurrió que alguien se la había enviado río abajo en un cesto. Ya dije que las metáforas son peligrosas. El amor empieza por una metáfora. Dicho de otro modo: el amor empieza en el momento en que una mujer inscribe su primera palabra en nuestra memoria poética.

lunes, 5 de septiembre de 2011

Septiembre

El océano frente al océano, por Ricardo Romero.

Dicen que cuando a uno se le mete el mar en los ojos, éste se queda ahí para siempre. No es algo que le pasa a todos, no es algo que ocurre cada vez que un hombre o una mujer, de la edad que sea, niño o niña, se para frente al mar y lo contempla. Acaso sólo los ahogados suicidas obtengan siempre este raro privilegio, aunque eso, claro, no podemos saberlo. También es bastante seguro que, después de los suicidas, por una obvia cuestión de convivencia, sean los marinos los que tengan el más alto porcentaje de estos casos. ¿Hay alguna diferencia entre un marino y un marinero? En los diccionarios no parece haberla, pero tengo para mí que hay una variación mínima entre una acepción y otra. 
Un marinero es el que ejerce el oficio de navegante, un marino también, aunque tal vez sea algo más, alguien que corre el riesgo de que el mar se le meta en los ojos porque, sin darse cuenta, ha querido preguntarle algo. Y entonces el mar se le ha metido en los ojos como la belleza de una mujer a la que no se quiere amar porque no se sabría cómo, una mujer a la que sólo se quiere mirar para asimilar el sentido de su belleza que, por supuesto, no lo tiene. Basta cerrar los ojos para que su imagen se diluya, esquiva e imposible. 
Del mar dicen que queda un ritmo hipnótico, de la mujer la vaga sospecha de que ese recuerdo, si existiera, no nos dejaría vivir, y sin embargo su ausencia duele. 
Tal vez por eso el mito repetido de las sirenas.