domingo, 30 de enero de 2011

Carta a Jorge Luis

Su forma es la única forma, Maestro.
Los ojos cerrados y la mirada abierta, tejiendo con palabras las redes de una cosmogonía nueva cada vez. Y es que cuando se ha dado la vuelta al trompo de Galileo, y se ha acabado por descubrir la puerta que da al precipicio infinito de la finitud, ya fuera de todo, uno debe –intuyo- darse el lujo de inventar y reinventar a gusto y piacere el primer instante.
A menos que apure el paso, por supuesto.
Pero usted no, Maestro. No tiene espíritu suicida.
Usted es el Rey de Arabia, ¿recuerda? y nosotros todos babilónicos.   
El alba a diario nos muestra el laberinto.   
Pero yo he madrugado, y he podido ver su truco.
Usted no desgasta los pies en busca de otra puerta, con la que tiene le alcanza; usted escapa por arriba, mientras nosotros babilónicos seguimos intentando descifrar los manuscritos. Así se nos van los tiempos, tratando de resolver el enigma por ego y por compulsión, corriendo jadeantes en círculos, hasta que uno a uno caemos, entendemos el código y se termina algún Macondo. Después cambiarán el nombre a la ciudad, y nos regalarán una temporada más de ingenuidad. Pero usted sobrevivirá como solo los náufragos saben hacerlo, y más por pasatiempo que necesidad, erigirá otras puertas, esta vez a lo que ha visto en su penumbra hueca. 
Con esa mueca sardónica que sólo los de su especie traen, reirá de frente a todos, mientras planeamos al averno, de cómo empequeñecen nuestras sombras, victorioso en la vendetta. Y cuando elija hacer sonar su réquiem, apuesto que no apagará las luces, en un último acto de humildad, al abrigo de la idea de fe que en ausencia de pares podrá confesar. Será la más pura y dolorosa ansiedad quien lo gobierne, pues sabrá que si no es, ya no será. Y esperará haberse equivocado el día que lo sentenció de irónico.
Y cruzará los dedos como un niño, atormentado. Pero la suerte es maldita, y me han contado que detrás de aquella puerta, habrá fulgor para sus ojos pero no hay bibliotecas.
El artista es el único que puede salvarse en la víspera de lo innombrable, aunque tan sólo sea por el día (la ilusión sólo es, mientras no nos alcance la verdad de una antítesis).
Pero aún no ha llegado el momento de resignarse Maestro, así que no malgaste el genio en desesperar, dícteme lo que sea, sálvese usted hoy, cédame a mí sus lágrimas por lo que no podemos curar. Yo le prometo quedarme a su lado, dure lo que dure este próximo ayer, leyéndole el cuento que quiera.



















viernes, 28 de enero de 2011

Fred Astaire y un mal muy exitoso

Los imposibles y maravillosos anterógrados cuando se enamoran (siempre a primera vista, dada su amnesia) se ponen a bailar tap. Cuentan las malas lenguas que Fred Astaire padecía de un trastorno llamado antiguamente satirismo, por lo que cada vez que entraba a un set de grabación, perdía la cabeza por cualquier camarógrafa o guionista que anduviera suelta, y echaba a zapatear. Hoy los bailarines del género se están extinguiendo, y aunque a veces se ve a alguna que otra nena taconeando, enseguida papá y mamá la inscriben en clases de flamenco. La seducción dura un minuto: el hombre baila unos treinta segundos, y luego si la mujer danza otros treinta, los anterógrados pasan el resto de la jornada amándose hasta que caen verticales, exhaustos en el sueño donde olvidarán la fortuna diurna. Lo que la ciencia no puede explicar, es cómo algunos anterógrados, al día siguiente, recuerdan ese único ayer. Quizá no sólo en un caballito de mar (o hipocampo para los escépticos) viva aquello que adoramos. 


Fred Astaire, 1899-1987.



















martes, 25 de enero de 2011

Charles Smith y el peligro de ser un anterógrado


Los imposibles y maravillosos anterógrados no duermen como nosotros, sino como los caballos. Sin memoria, el peso que soportan los pies es el mismo estando parados que acostados, y como todo lo instintivo tiene paradójicamente una razón de ser, no habría motivos para que se echen en ningún lugar, así pues duermen verticales, al revés de los demás. Con una pierna levemente flexionada, claro está.
Para poder reconocerlos mejor, y no confundirlos con cualquier homo sapiens esquizoide que bruscamente se detiene y deviene en mudo y estático, tenemos lo que en neurología llaman Signo de Bell: al intentar cerrar el ojo, éste permanece parcialmente abierto y el globo ocular se proyecta hacia arriba dejando ver sólo la esclerótica blanca.
Los anterógrados, sin restos diurnos, sueñan melodías inéditas cada vez. Pero como las olvidan al despertar, no podemos conocerlas más que por algún que otro tarareo que les oigamos al pasar. Esto puede ser extremadamente peligroso, tomemos por ejemplo el caso de Charles Smith, contrabajista anterógrado de la gloriosa Big Band de Gershwin, que en un descuido soñó en voz alta The man I love, primer gran éxito del director.


George Gershwin, 1898-1937.



















sábado, 22 de enero de 2011

Los imposibles y maravillosos anterógrados



















Hace algún tiempo escribí una serie de instrucciones para salvarnos del olvido.
Hoy me pregunto cómo pude ser tan cínica, cuando pocas cosas envidio tanto como las comunidades zen donde a sus discípulos, los maestros les cambian el nombre cuando consideran que han cumplido ya el ciclo vital, y es tiempo de nacer de nuevo.
¿Cuál es el fin de que el dolor del hombre pueda ser evocado?
Esto claramente no es un don. Poder sufrir un mero recuerdo, con igual intensidad o aún con más, exacerbando al angor actual con los innombrables masoquismos que somos capaces de construir, no puede ser sino una maldición.
Esta capacidad nos distingue de los demás animales dijo el letrado.
Pero a veces es preferible ser el axolotl de Cortázar, y esto es mucho más que un simple estado larvario, es ser aquel hombre y aquel pez, y ser el instante único de la trasmigración al desprenderse de la abominable memoria, aunque fiel a la verdad esto no es lo que sucede en el cuento. Pero sí dejar los párpados en cualquier cuerpo que siga caminando nuestros días venideros, y quedarnos quietos y amnésicos en el pequeño estanque.
Ayer un amigo hablaba a favor de las demencias en la senectud, porque al final del juego, lo que más pesa al ajedrecista a punto de perder, son los movimientos que realizó durante la partida, los casilleros donde fue (sin saberlo) escribiendo su réquiem. 
¿Para qué revivir incansablemente nuestros naufragios?
Mejor ganar o perder sin más; si no hay yuxtaposición posible entre el pretérito y el presente, para qué inventarla.
Cuando saltamos nunca caemos en el mismo lugar del que partimos, siempre lo hacemos a milímetros de distancia desconocidos, quizá la distancia que recorre nuestro cuerpo sin que nos percatemos, cuando pensamos que estamos fijos. Y es que el equilibrio del que tanto necesitamos jactarnos, como tal no existe. Simplemente no es concebible. 
Lo único perdurable es el tiempo. 
Y toma forma en mi retina lo que alguna vez leí: ¿Para qué queremos ser inmortales, si un día de lluvia no sabemos qué hacer? Y pienso, ser inmortales no sería el problema, si pudiéramos ser eternos y anterógrados. Pero la sangre va y vuelve al corazón, y aunque digan que se renueva, es siempre la misma, y las cosas son como son, y los fantasmas van a seguir allí abriéndose paso entre la gente para recordarnos que están, y no tendremos ninguna llanura si desde el momento en que salimos de fábrica estamos hechos de circunvoluciones, y todo es laberinto y encrucijada donde pisamos miles de huellas pero jamás tierra virgen. En fin, no podemos pensar en un color distinto de los que conocemos, y esta disertación de la memoria la escribirá cualquier otro axolotl, y lo mejor que hemos aprendido, lo más cercano al olvido, es el arte de reciclar.  

P.D.: Antes de que me acusen, y con razón, de pesimista, quiero agregar que no niego, por el contrario celebro a J. Nash, epónimo de nuestra última opción: 
Siempre podemos elegir ignorar a los fantasmas que nos acechan.

viernes, 21 de enero de 2011

Ojos bien cerrados





















Con los ojos bien cerrados, las plantas de los pies ennegreciéndose con el polvo acumulado a través de los siglos de la tarde en las cerámicas del patio y tratando de no pensar en las siete picaduras de mosquitos que ardían en mis piernas, comprendí que aquella no era una lumbalgia cualquiera, sino el peso de los mandatos inmundos (y pensé largo rato en el sadismo de la conjunción in-mundos) lo que realmente me dolía. 
Fui hablada, y de mis cuerdas falsas la frase hay que devenir en huérfano vibró una y otra vez, y a cada segundo con mayor claridad; y aunque tenía los ojos cerrados, la luz fue haciéndose tan intensa que el dolor del dolor escapó.
¡Friedrich tenía razón! Uno sólo arroja aquello que sobra en el carro y que impide seguir el viaje. Pero cuán afortunados son los que se dan cuenta a tiempo de qué es lo que estorba, antes de que se venzan las ruedas, aunque en general suele ser todo: el apellido, el yo y el superyo, el honor, la memoria, por sobre todas las cosas la memoria, en fin lo que nos dijeron que era todo. Entonces, libres de culpa y cargo, de deudas e impuestos, despertamos a la única maravilla (siete sólo eran las picaduras de mosquitos que ardían en mis piernas) la imprevisibilidad. 
Y los poros de mi piel se abren al aire, así descansan mis malgastados pulmones; 
y quizá nunca lo entiendan, pero había que devenir en huérfano para poder respirar.  


lunes, 17 de enero de 2011

Vida y muerte de los peces

Sigo obsesionada con las innumerables veces que asistí a mi entierro.
Hoy no puedo dejar de rumiar esta nueva forma de perecer: un día no lloré más.
Pasaron meses hasta que me di cuenta, aunque fiel a la verdad debo confesar que no lloré más por mí, sí seguí moqueando con algún que otro Big Fish y haciendo honor a un tal garrik si la ocasión lo ameritaba… pero llorar lo que se dice llorar, nunca más.
A veces cuando me cruzo en los espejos, noto que mis ojos han empequeñecido.
Y pienso en el nene que vi correr del mar a los pies de la madre, y como gritando a voz en cuello relató su odisea: había encontrado un pez en la orilla vuelto pescado, y le hizo así y así y así y el pescado empezó a aletear, fue pez una vez más y corrió aguas adentro.
¡Cuando sea grande voy a ser guardavidas de los peces! sentenció feliz. 

There is no such thing as healthy envy.


viernes, 14 de enero de 2011

Oda a los cobardes

Ahora es tiempo de cantar la oda a los cobardes, antes del toque de silencio.
No habrá fiscal de oficio que pronuncie el alegato, y quizá alguien lo suficientemente perspicaz comprenda que sin móvil, es siempre una de dos: insanía o negligencia.
La demencia de echar raíces en medio de tanto barro (y descuajar cualquier flor del oto) o la indolencia del que se queda hasta el último aliento del moribundo, incólume frente a su sed de aire y su contorsionismo. 
¿Cuál es la pena para un suicida? 


martes, 11 de enero de 2011

Fetiche de numerólogo

Crónica de un hombre, una mujer y un tal Pablo

Seis treinta am. Gruñidos como siempre, quehaceres matutinos y esfuerzos mínimos sobre los que no nos explayaremos, esquina escalones viaje escalones esquina veinte metros menos o más escuela. Creo que no se desconcertó lo suficiente ante aquella aseveración falaz, sólo porque parte de sí aún jugaba con morfeo. Pero sí recuerdo que alzó mezquinamente las cejas, casi sobrando a la religiosa, fiel a su costumbre de no dar crédito alguno a la raza humana, por más santo que tuviera enfrente. Sabiendo sacar partido de la mediocridad ajena, pensó: Mejor así, vuelvo a mis letras (a quién engaño, vuelvo a la cama un rato más) total el error es suyo, nadie me puede culpar.
La dicha de ser impune era uno de sus mayores vicios. 

Y así jugó un tiempo más. Y soñó que era Pablo y que amanecía en la Isla Negra y que le encargaban escribir la biografía de Allende y que él accedía con gusto, y entonces era Pablo pero no era Comunista y entonces demasiada confusión, demasiado intrincado el mecanismo de sublimación, abrió los ojos. Reflejos autónomicos varios, y su cuerpo era agua fría, tan fría como correspondía al evento de aquel día. Ahora sí, caía en la cuenta de lo ocurrido previamente con la religiosa, y ahora sí sus somatizaciones cobraban sentido y coherencia.  ¿¡Cómo que ya había llego el Profesor!?

Seis treinta pm. Bostezos como siempre, quehaceres vespertinos y esfuerzos mínimos sobre los que no nos explayaremos, esquina escalones viaje más largo esta vez escalones esquina veinte metros menos o más facultad. Ahora sí se desconcertó cómo debía, cuándo asomado apenas por el marco de la puerta vio en su lugar a aquel hombre.
Aquel hombre que reía rodeado de mujeres niñas con una risa tan familiar.
Y para colmo ese disfraz! Tan creible, por un instante cruzó su mente la idea de que quizá si lo fuera… pero no. No podía ser. Y punto.
Claramente seguía en tierras oníricas y era Pablo pero cruzando la frontera, del lado de acá, caminando sus mismos pasos, y pensó que su inconsciente era aún mejor de lo que intuía. Y se regodeó en su ego, en aquel marco de aquella puerta, quién sabé cuántos minutos. Hasta que exahusto del autoplacer, marchó.

Nueve treinta pm. Esta vez caminando a la casa familiar, cena en el país de las maravillas tal su rutina semanal. Otra vez mismo plano secuencia! Papá del otro lado del portero, afirmando su llegada precoz. Y ahí recordó aquel cuento, de aquel hombre y su mitosis, y enseguida Kafka y La metamorfosis, y entonces…
Suena el teléfono, el mismo que no había sonado en todo el día en su bolsillo, y era ella, Matilde en la Isla Negra reclamando su presencia y quejándose del atraso.

Y comprendió que a aquel cuento le faltaba la confesión final.
Y era verdad que en cada quién convivían tantos a la vez y quizá en una distracción podían desprenderse algunos cuantos. Pero siempre pensó que los alter egos eran ficciones.
Justo él, que en nada creía menos que en las reencarnaciones! 

domingo, 2 de enero de 2011

XI

Otra vez la cuenta regresiva. Y encima este contador me va a recordar cada mañana que podría ser tu cumpleaños, pero no. Y yo quiero que siga siendo 2010, y descontar el tiempo de nuestros sesenta y dos días, y que colapse el sistema al llegar al final como siempre prometen, y empezar de cero. Al final cumpliste, te fuiste descalzo, casi sin hacer ruido, mientras dormía, y así me salvaste de aquellas cinco letras malditas. Justo vos, que nunca creíste en ese viejo milenario. Y yo quedé descalza también, sobre los vidrios, amanecida por última vez, de pie ante la puerta, viendo la cada vez más delgada sombra de tu espalda. Y qué díficil es abrazar las sombras! Y ahora, tan dejada de tu mano, entre estas volutas que desconcertadas se pierden sin encontrar tu eco, tan tóxico pero tan nuestro. Y ahora, tan dejada de tu mano, pero con tu pluma y mis hojas en blanco, corriendo la tinta sin ningún esfuerzo, imitando tu número cinco, haciendo los cuadraditos que hacías en las esquinas de cualquier papel, salvándonos del olvido. Y ahora este contador que todos celebran, me grita en voz baja tu nombre, como para que no lo oigan los demás sordos y sólo lo escuche yo, y este muchacho que no deja de molestarme y me pregunta una y otra vez porqué el tango.