lunes, 23 de mayo de 2011

El ocaso de los Héroes

Tras la muerte de Emil Sinclair, Demian esperó cientos de días pero no volvió a hallar ecos de su amado prodigio en las calles; abatido, se abocó a observar las frentes de los niños que nacían, buscando el próximo mesiánico estigma de Caín. 
Lo que Demian no quiso asumir es que nos hemos quedado sin héroes...

Ya nadie vive para batallar contra los dragones ni rescatar princesas. 
Ahora Perseo llega al escondite de Medusa pero al ver que otro hombre se le ha anticipado, arroja su escudo al barro y rehuye aliviado; Teseo se embarca hacia la isla de Creta en busca del Minotauro, pero en altamar afloran los terrores nocturnos más primarios, el coraje se escabulle entre las sudorosas sábanas, y cuando los demás sacrificios duermen, se arroja por la proa; Hércules reduce al león de Nemea pero no recoge ni sus pieles ni su cráneo ni regresa victorioso a Argos, no quiere vencer a Hybris ni a Euristeo, tan sólo quiere cumplir las doce pruebas para poder luego exiliarse de sus dones de fuerza y vigorosidad de una vez y para siempre; previa crucificción, Jesucristo se retira a orar y meditar al huerto de Getsemaní pero cuando se ha alejado lo suficiente de las pupilas suplicantes de sus apóstoles y discípulos, se apuñala sin más... tampoco David, Spartacus, Aquiles o Arturo pudieron dar aliento a los nuevos hombres que al mundo llegaban. 

Dicen que los días lunes hay un partero de guardia atendiendo en la ciudad.
Cuentan las malas lenguas que fue el primer masculino en el oficio de auspiciar natalicios, 
que más que un doctor parece un vendedor de pipas de lo más extravagante y ridículo, 
que a cada niño que alza, lo alumbra con linternas varias, especialmente en el rostro, 
buscando sepa dios qué signo, señal o augurio en las pieles aún mojadas.
Dicen que más de una vez lo han querido ajusticiar los miembros del Clero y Templos diversos, que ha entrado y salido de los nosocomios mentales en tantas oportunidades que los enfermeros ya le han dado copia de las llaves del lugar. 
Cuentan que a cada frente limpia de neonato, él responde con gritos y escupitajos, pero no infrecuentemente con llanto de animal desahuciado.  

Hoy no estuvo de guardia. 
No hay más héroes que esperar.

jueves, 19 de mayo de 2011

De andenes y sueños

Si el sueño fuera como dicen, una tregua,
¿por qué, si te despiertan bruscamente, 
sientes que te han robado una fortuna?        
(Jorge Luis Borges)

A mi derecha, el tren pasaba con su peculiar voracidad visual y sonora, esa que a todos parece atemorizarnos sin comprender bien el porqué. Intuyo que en esos segundos, brota en el inconsciente colectivo la ideación suicida más temida, temida precisamente por su innegable pero a la vez inconfesable poder de seducción. Toma cuerpo de un modo intangible la imagen franca de estar  sobre los rieles, bajo las ruedas. Y no por descuido digo bajo las ruedas, pues en la fantasía común, permanecemos indemnes y el tren no nos despedaza, más nos recorre de manera inocua. No hay arquetipos para sostener la ilusión del propio fin, así es que el ego prima por sobre la razón cuando de guarecernos se trata. Sin embargo, el sueño es una tregua, como bien dice el Maestro, tregua que descansa no sobre el deceso sino sobre la brecha abierta al tiempo, donde podemos salvaguardarnos del mundo un instante nomás hasta recobrar el aliento y porqué no, la pulsión. El tren no acababa de marcharse, cuando la voz de todos los hombres presentes en el andén, se alzó para decir alto. Primero fue casi un balbuceo, indistinguible del rugir que musicalizaba el momento, pero al cabo de unos segundos, el grito fue claro y limpio. La certeza de que para detener la tarde no hacía falta perecer provino de quién sabe dónde, pero enhorabuena llegó. El  tren se detuvo sin hacer ruido alguno, y con él todo lo demás, salvo los hombres, que se disgregaron uno a uno por el lugar, hasta hallar el sitio donde más cómodos estuviesen. Pausadamente se recostaron, algunos usaron sus mochilas de almohada, otros -con menos suerte- de traje y maletín agarrotado, colocaron sus abrigos haciendo las veces de cojines, pero finalmente todos se echaron a dormir el sueño de sus días, en nombre de los trajines y sinsentidos diarios que cargaban a cuestas, exhaustos. Quise permanecer despierta para degustar el suceso, como quien sabe que pasarán siglos hasta que la humanidad comprenda nuevamente su infinita potencialidad y el evento se repita, pero yo también andaba cansada de girar sobre el mismo trompo y caí velozmente adormecida. 


sábado, 7 de mayo de 2011

Los crímenes de Dorian Gray

El tiempo que duró el viaje fue la amalgama exacta de fugacidad e infinitud. 
Ella no quiso alzar la mirada, pero sintió el peso de aquellos ojos sobre su piel a cada instante. Sabía que en realidad él tampoco estaba viéndola. Sabía que nadie podía mirar la ausencia, pero la idea de especularizar a las mujeres que sí sabían amar, a las que siempre había envidiado, la sedujo hasta la enajenación; y la perversión que a todos corrompe, antes o después, se adueñó de su voluntad. Claro que cuando ella reconoció en sí misma la fiebre del engaño, pudo rechazar cada grado demás… pero no quiso. 
Saboreó ese segundo de lucidez previo al crimen, deshizo lentamente en su boca la posibilidad de salvarlo y salvarse, y arremetió voraz. Pero las damas no saben morir ni matar con violencia, siempre prefieren el ahogo de los mares, el óbito sensible, así que no hubo más que una puesta en escena, una tragedia majestuosamente interpretada, un juego morboso pero juego al fin. Sin embargo, la farsa creció como crecen los monstruos infantiles alimentados por la propia fantasía, hasta el día en que cobran coraje y nos acechan más allá de nuestro mandato. Entonces perdió el control. 
El peso de los ojos de él fue agigantándose hasta oprimirle el pecho. Y ya no fue el rostro suave y bondadoso que ella había burlado, ahora los rasgos se tornaban toscos, casi animales, remedando la transfiguración de Dorian Gray. Fue cayendo sobre su vestido, y no pudo más que elevar la frente hasta chocar su verde con la ira que brotaba desenfrenada del cauce de la decepción. Imploró tarde, muda, agónica, por la piedad del hombre que la había adorado. Pero las heridas abiertas eran tantas, y el segundo de lucidez le pertenecía ahora a él, que también deshizo lentamente en su boca la posibilidad de salvarla y salvarse, pudiendo rechazar cada grado demás... pero no quiso. 
Sucede que los hombres sí saben cómo ajusticiar. 
Los ojos de la primer homicida giraron en busca de quién sabe qué, hasta que los párpados cayeron apelmazados. El cuerpo ovillado entre las piedras. Él, al tiempo que los labios amados se teñían de un frío azul, recuperó la belleza del alma que le habían robado, se inclinó sobre el gélido cuerpo a besar la verdad por primera vez, y partió en paz.