lunes, 27 de junio de 2011

Canciones bellas si las hay



Bastó con que bajara la guardia para que entraras en mí.
Ahora sólo me queda esperar que no te vayas...

sábado, 18 de junio de 2011

El día más feliz de mi muerte

No llores si me amas
San Agustín

Si conocieras el don de Dios y lo que es el Cielo. 
Si pudieras oír el cántico de los ángeles y verme en medio de ellos.
Si pudieras ver desarrollarse ante tus ojos
los horizontes, los campos y los nuevos senderos que atravieso.
Si por un instante pudieras contemplar como yo,
la belleza ante la cual las bellezas palidecen.
Tú que me has visto, que me has amado en el país de las sombra
¿No te resignas a verme y amarme en el país de las inmutables realidades?
Créeme: Cuando la muerte venga a romper tus ligaduras
como ha roto las que a mí me encadenaban,
cuando llegue un día que Dios ha fijado y conoce,
y tu alma venga a este cielo en que te ha precedido la mía,
ese día volverás a verme,
sentirás que te sigo amando,
que te amé, y encontrarás mi corazón
con todas sus ternuras purificadas.
Volverás a verme en transfiguración, en éxtasis, feliz!
ya no esperando la muerte, sino avanzando contigo,
y te llevaré de la mano por senderos nuevos de vida...
Entonces enjuaga tu llanto y no llores si me amas!


Mi amado Portuga
donde estés, feliz día

sábado, 11 de junio de 2011

Si el mar se fuera

¿Qué sentirían los hombres, si de pie en la orilla, vieran un día al mar retirarse pero no volver? ¿Si lo vieran adentrarse sin saber adónde va, y cada vez fuera más difuso el recuerdo de las olas? ¿Sentirían miedo? ¿Nostalgia? ¿Serían capaces los pintores de seguir dibujándolo en sus lienzos después de siglos sin verlo? ¿Después de minutos, horas, días? ¿Acabarían por olvidarlo y por no sentir dolor ante la playa devenida en desierto? 
¿Erguirían algo en su lugar? Y si los hombres no fueran capaces de abandonar a la amnesia las imágenes, las texturas, la vida que por allí pasó, ¿habría quién quisiera forzarlos? Y si así fuera, ¿se doblegarían al cruel mandato? Intuyo que no. 
Así es el amor perdido, ingente como el mar. Todos saben cómo olvidarlo, todos saben como poner nuevos cimientos sobre el páramo,  pero nadie quiere, y nadie se atreve a compelerlos.

… la humedad que me nubla lleva tu nombre sagrado, tan universal como los océanos; hoy trazo en mis lienzos tu recuerdo y hago de este nuestro desierto, mi hogar. 

jueves, 9 de junio de 2011

El cielo y el infierno

A mi niño de Bluefields... 
Andaba distraída, más bien desprevenida, 
Mirando, más bien ojeando, los títulos en la biblioteca.
La destrucción o el amor de Vincent Alexandre me despertó el recuerdo de este cuento de Galeano. Quizá porque antes del lapsus, andaba pensando, más bien proyectándote a vos.


Llegué a Bluefields, en la costa de Nicaragua, al día siguiente de un ataque de la contra. Había muchos muertos y heridos. 
Yo estaba en el hospital cuando uno de los sobrevivientes del tiroteo, un muchacho, despertó de la anestesia: despertó sin brazos, miró al médico y le pidió: -Máteme.
Me quedé con un nudo en el estomago.
Esa noche, noche atroz, el aire hervía de calor. Yo me eché en una terraza, solo, cara al cielo. No lejos de allí, sonaba fuerte la música. A pesar de la guerra, a pesar de todo, el pueblo de Bluefields estaba celebrando la fiesta tradicional del Palo de Mayo. 

El gentío bailaba, jubiloso, en torno del árbol ceremonial. Pero yo, tendido en la terraza, no quería escuchar la música ni quería escuchar nada, y estaba tratando de no sentir, de no recordar, de no pensar: en nada, en nada de nada. Y en eso estaba, espantando sonidos y tristezas y mosquitos, con los ojos clavados en la alta noche, cuando un niño de Bluefields, que yo no conocía, se echó a mi lado y se puso a mirar al cielo, como yo, en silencio.
Entonces cayó una estrella fugaz. Yo podía haber pedido un deseo; pero ni se me ocurrió.
Y el niño me explicó:
-¿Sabes por qué se caen las estrellas? Es culpa de Dios. Es Dios, que las pega mal. 

Él pega las estrellas con agua de arroz.
Amanecí bailando.







domingo, 5 de junio de 2011

Cuentos que me contó Elvira

Cuando murió la mujer del Cacique, él se negó a seguir con los protocolados rituales de entierros y duelos que existían en aquella su tribu; y lo que es peor, guardó el cuerpo en su choza. Corrían los días, y el cacique actuaba impávido. 
Pero guardar muertos en la casa siempre acaba por contaminar. 
Una noche cualquiera, el cacique tomó el cuerpo de su difunta en brazos y ante las pupilas turbadas de los pocos indios presentes, subió al monte más alto de la comarca. 
La luz parecía más trémula que su sentencia.  Sacó un puñal y sin más tregua que la distancia que faltaba al pecho deshabitado, le arrancó el corazón al cuerpo de la mujer. 
La sangre renegrida entre los pulpejos, goteaba sobre los pies callosos, la mirada escaldada y vacía, no veía más allá del despojo; bajo este gobierno demencial del sin razón, el único saludable hasta aquel minuto, arrojó víscera y amor, y cayendo de boca al suelo, gritó. 
Gritó hasta que las entrañas todas, las suyas y las de ella (sí, las de ella), hirvieron de dolor. Así, y sólo así, enlodado con su extremaunción de tierra y sal, bajó del monte y pudo vivir.