jueves, 24 de febrero de 2011

Media canción

Entonces la vio. Tantas veces la había tenido a su lado, y sin embargo era la vez primera que la encontraba en su esencia toda, anegada en el llanto, desbocada en la risa, genuina en la súplica que gemía muda en la frágil cuerda de su desequilibrio. No gustaba de las flores, o al menos no en voz alta, pero escribía sin paz desde su exilio. La patria de su despojo no era más que la raíz latina misma. Él pensó que media canción quizá fuese suficiente. Pero nadie sacia la sed bebiéndose el mar // Ella lo tomó del brazo, no tan por sorpresa, para no llegar nunca a la segunda puerta. Antes del grito anteúltimo, casi junto al portal, se oyeron oda y réquiem a la par, inconclusos. Media canción nomás // Luego ella se abrazaría al débil instinto de supervivencia que aún pulsaba, y cual Yerezada escribiría noche a noche un rapto nuevo para llamarlo. El la leería, desconociendo el final y sería siempre vacilación, desasosiego. Setecientos treinta días es otra canción pero cualquier final es mejor que ninguno, y pocas cosas en la vida valían tanto la pena. 
Todo albergue es transitorio... Menos aquél.

















martes, 22 de febrero de 2011

Y el mar se detuvo

Para Laura

Cayó con la parsimonia con que caen las cosas más livianas.
De mí se apiadó el destino.  Ella tuvo que verlo.
Traté de explicarle, durante los días que siguieron, que el sol no estaba a su nombre. 
No es que no me comprendiera, no fue abstracción siquiera, no es que no quisiera oírme... Es que la había ensordecido el pánico. Grité entonces que no era ceguera lo que padecía, más que dejase de mirar su sombra. No logré atraer su mirada ni aún de pie frente a ella. No me quedó sino implorarle que no se aferrase al morbo del frío que deja un cuerpo sin aire, pero no hubo respuesta. Ella balbuceó sonidos. De sus murmullos nacieron (para sólo suicidarse luego) palabras que hilvanaron con una fragilidad tan espantosa que no sería ya nunca la muchacha que había sido. Busqué en sus manos la vida, pero estaba latiendo apenas. Y su naufragio de a poco se fue volviendo mío. Ni las hojas de los mitos que supieron alguna vez ser bálsamo, sirvieron para secarnos el alma. Va a ser un año.
Un año del día en que el mar se detuvo.
Ahora es sólo agua estancada.


lunes, 21 de febrero de 2011

De García Lorca

A diez días, mi alazán te estoy nombrando...

LLANTO PER IGNACIO SANCHEZ MEJIAS
La sangre derramada
¡Que no quiero verla!
Dile a la luna que venga,
que no quiero ver la sangre
de Ignacio sobre la arena.
¡Que no quiero verla!
Que mi recuerdo se quema.
¡Avisad a los jazmines
con su blancura pequeña!
Por las gradas sube Ignacio
con toda su muerte a cuestas.
Buscaba el amanecer,
y el amanecer no era.
Busca su perfil seguro,
y el sueño lo desorienta.
Buscaba su hermoso cuerpo
y encontró su sangre abierta.
¡No me digáis que la vea!
No quiero sentir el chorro
cada vez con menos fuerza;
ese chorro que ilumina
los tendidos y se vuelca
sobre la pana y el cuero
de muchedumbre sedienta.
¡Quién me grita que me asome!
¡No me digáis que la vea!
No se cerraron sus ojos
cuando vio los cuernos cerca,
pero las madres terribles
levantaron la cabeza.
No hubo príncipe en Sevilla
que comparársele pueda,
ni espada como su espada,
ni corazón tan de veras.
Como un rio de leones
su maravillosa fuerza,
y como un torso de mármol
su dibujada prudencia.
Aire de Roma andaluza
le doraba la cabeza
donde su risa era un nardo
de sal y de inteligencia.
¡Qué gran torero en la plaza!
¡Qué gran serrano en la sierra!

¡Qué blando con las espigas!
¡Qué duro con las espuelas!
¡Qué tierno con el rocío!
¡Qué deslumbrante en la feria!

¡Qué tremendo con las últimas
banderillas de tiniebla!
Pero ya duerme sin fin.
Ya los musgos y la hierba
abren con dedos seguros
la flor de su calavera.
Y su sangre ya viene cantando:
cantando por marismas y praderas,
resbalando por cuernos ateridos
vacilando sin alma por la niebla,
tropezando con miles de pezuñas
como una larga, oscura, triste lengua,
para formar un charco de agonía
junto al Guadalquivir de las estrellas.
¡Que no quiero verla!
Que no hay cáliz que la contenga,
que no hay golondrinas que se la beban,
no hay escarcha de luz que la enfríe,
no hay canto ni diluvio de azucenas,
no hay cristal que la cubra de plata.
No. ¡¡Yo no quiero verla!!














P. Picasso - Toros y toreros


sábado, 12 de febrero de 2011

Monólogo interior

A días nomás (dieciocho) de que el mundo complete el círculo y vuelva al primer casillero de mi dolor, necesito nombrarte con desolada anticipación. Ayer un hombre cualquiera cantaba el alazán, y al llegar a la última nota reflexionaba Yupanqui no escribió te estoy recordando sino te estoy nombrando, y así lo hacía ser una vez más. Y ahora mi mente es el sinfín de imágenes que vemos por la ventanilla del tren; y mi atención, los ojos, con su movimiento involuntario en sacudida o nistagmo, llevados por la velocidad con la que se suceden praderas casas gentes con límites tan imprecisos. Si no te nombro aquí y ahora, ya no serás. Los graves de tu voz me empiezan a parecer zumbidos. Es la cotidianeidad vuelta pánico. La epidemia del olvido de Macondo. La evasión de la memoria. La teoría lacaniana. Pena sobre pena y pena, hacen que uno pegue el grito. Los ademanes de tus manos se tornan más y más borrosos. A derecha e izquierda agito la cabeza buscando tu histrionismo. Comienza el vértigo de las mancuspias aullando dentro. Y un amigo escritor publica La mirada furibunda lograba atravesar inquisiciones ajenas, fracturaba dedos punzantes Pero nadie me está viendo, y temo que los únicos dedos punzantes que se están fracturando sean los míos mientras intento traerte, nombrarte, cantarte mi alazán, qué estrella estabas mirando, traerte, traerte, traerte… Caigo.  


Instrucciones para salvarnos del olvido
Alguna mañana iré al bar donde solían conocerte a pedir el cortado del que reclamabas al instante por estar quemado, y asentiré con un gesto a cada mozo que te encuentre en mi rostro / Voy a sentarme en el portal de tu casa primera, a esperar que caiga una gata peluda sobre los paseantes distraídos, y reiré con picardía en tu risa / Saldré a la ruta sin más razón que la de echar a andar tus pasos, y escucharé a Maureen Mcgover; esta vez prometo dejar que la halagues y la dibujes para mí con el mar embravecido de fondo, y que me cuentes como el barco y los pasajeros, y de aquella vez que vos casi / Sin que me vea nadie, me adentraré en un suburbio del centro y ordenaré dos gintonics para brindar porque (al fin) llegamos a la encrucijada, y tenemos mi juventud y tu senitud para confesarnos e inventar anécdotas y que me digas que eso a vos ya te pasó / Cuando lleguen los brazos de cuna, iremos dos a quererte a aquel parque lleno de piedritas y palomas, y diré los versos de Lorca que recitabas atormentado / Te escribiré cartas, miles de cartas, y las leeré en voz alta, en medio del salón, sin apurar los finales para que no te enojes / Y algún domingo te prometo será nuestro el tiempo otra vez, y después de quejarme del cortado quemado, veremos juntos el partido, tan pero tan cerquita de los jugadores, que les haremos cosquillas en los pies / Y quizá siendo obediente, siguiendo este manual de instrucciones, logre salvarnos del olvido, por más vueltas en espiral que dé el mundo / Y entonces nunca desbarrancó mi alazán, aquí lo tengo.  


lunes, 7 de febrero de 2011

Causa & efecto

Tuve que verlo. Más por karma que por casualidad.
Él estaba ahí sentado, arrojando piedras.
Cada tanto se levantaba, embravecido y frustrado, caminaba la orilla sin alejarse demasiado como quien teme perder algo infinitamente preciado, inspeccionaba en cuclillas el verde hasta tomar con las dos manos cualquier elemento inerte, y volvía a sentarse en el mismo lugar. Arrojaba la piedra y en una milésima de segundo lo oía vociferar su fracaso. Supe, luego de clavarme todas sus espinas en los pies, que lo que tanto temía perder era el metro cuadrado donde respiraba sin tener que compartir el oxígeno, y que estaba satisfecho en su miseria.
¿Cuánto tiempo pasé viéndolo arrojar piedras? 
¿La insana repetición del acto me habrá hipnotizado? No, no creo. Él estaba ahí sentado, y yo ahí parada, porque también había echado raíces, a causa del pánico, en mi metro cuadrado. 


Es difícil describir el vértigo que se siente cuando un paso en la llanura hace la diferencia entre la existencia y el abismo, cuando la voz se perpetúa muda en el arresto domiciliario del peor juez. Traté de explicarle que lo que nos imantaba no era la afinidad sino la carencia, que teníamos la misma sed de aire, y la misma sutura autoimpuesta en los labios. Pero él no me escuchó, tan absorto en su vaivén. Verlo era como mirar un péndulo, primero la piedra, después el grito, otra vez la piedra, nuevamente el grito. 
Entonces olvidé lo que había comprendido y como no tenía otra cosa que hacer más que sangrar y observarlo, conté los segundos que tardaba en ir de un extremo al otro, porque fiel a la verdad no era una milésima sino treinta y seis. Y supe, luego de clavarme todas sus espinas en los pies, que lo que odiaba, lo que lo desquiciaba, eran las ondas que desprendía su piedra al golpear el agua. Los cobardes actúan por inercia absurda, sin la más mínima coherencia, y detestan los efectos, los daños colaterales. 
¡Cuántas veces he tildado de egoísmo lo que en realidad es pavura!

En fin, la ley de acción y reacción no es para todos. 

jueves, 3 de febrero de 2011

Réquiem a los cobardes (en tres tiempos)

Los grados que recorre el segundero aceleran, de a diez en diez, sus pulsaciones.
La humedad que recorre su frente, augura el naufragio. Pero nadie discute el azar cuando es favorable. Y corre, con sus muslos próximos al desgarro, hasta aquel barco monstruoso. Lo que no pasa en la película es que él pierda el Norte, demorándose en saldar deudas ya expiradas. No hay nombre aún para el concepto, pero entiende lo que es forclusión.

En cambio yo me cubro los oídos cuando las sirenas se despiden, para que no me hagan más daño del que me inflingo a mí misma, de espaldas a la opción, trenzándome en esta absurda disputa para convencer al cajero que me deje hacer por favor la peor inversión de mi vida. Es tiempo de cantar el réquiem a los cobardes. Es tiempo de cantarme a mí. 
A todas las luces que aborto y que me abortan. A mi amada corona de espinas. A la sangre que haces brotar de mis sueños, y que yo bebo con tan exquisito morbo. A todos los bálsamos que di a cambio de nada. Al único hombre que hizo de mi nombre una plegaria, y por quien dejé de rezar tras el despojo.

Hoy lo busco en el vértigo previo a todo… o a nada, quién sabe.
Lo busco para que me lleve dentro, para que me oville y no deje que me quiebren más.
Para que sea egoísta por primera y última vez, y me convenza que es mejor estar de aquel lado del adiós, aprendiendo a leer en los espejos. Con la melancolía de un suicida que no sabe a quién dirigir la nota -esta semana aprendí que es académicamente incorrecto llamarle carta- y que acaba por resignarse y firmar “A quien corresponda”