El tiempo que duró el viaje fue la amalgama exacta de fugacidad e infinitud.
Ella no quiso alzar la mirada, pero sintió el peso de aquellos ojos sobre su piel a cada instante. Sabía que en realidad él tampoco estaba viéndola. Sabía que nadie podía mirar la ausencia, pero la idea de especularizar a las mujeres que sí sabían amar, a las que siempre había envidiado, la sedujo hasta la enajenación; y la perversión que a todos corrompe, antes o después, se adueñó de su voluntad. Claro que cuando ella reconoció en sí misma la fiebre del engaño, pudo rechazar cada grado demás… pero no quiso.
Saboreó ese segundo de lucidez previo al crimen, deshizo lentamente en su boca la posibilidad de salvarlo y salvarse, y arremetió voraz. Pero las damas no saben morir ni matar con violencia, siempre prefieren el ahogo de los mares, el óbito sensible, así que no hubo más que una puesta en escena, una tragedia majestuosamente interpretada, un juego morboso pero juego al fin. Sin embargo, la farsa creció como crecen los monstruos infantiles alimentados por la propia fantasía, hasta el día en que cobran coraje y nos acechan más allá de nuestro mandato. Entonces perdió el control.
El peso de los ojos de él fue agigantándose hasta oprimirle el pecho. Y ya no fue el rostro suave y bondadoso que ella había burlado, ahora los rasgos se tornaban toscos, casi animales, remedando la transfiguración de Dorian Gray. Fue cayendo sobre su vestido, y no pudo más que elevar la frente hasta chocar su verde con la ira que brotaba desenfrenada del cauce de la decepción. Imploró tarde, muda, agónica, por la piedad del hombre que la había adorado. Pero las heridas abiertas eran tantas, y el segundo de lucidez le pertenecía ahora a él, que también deshizo lentamente en su boca la posibilidad de salvarla y salvarse, pudiendo rechazar cada grado demás... pero no quiso.
Sucede que los hombres sí saben cómo ajusticiar.
Los ojos de la primer homicida giraron en busca de quién sabe qué, hasta que los párpados cayeron apelmazados. El cuerpo ovillado entre las piedras. Él, al tiempo que los labios amados se teñían de un frío azul, recuperó la belleza del alma que le habían robado, se inclinó sobre el gélido cuerpo a besar la verdad por primera vez, y partió en paz.