Lo que hasta ayer era fuego, hoy se ha convertido en mera brasa.
Sólo ellas se detuvieron ya que a nadie más le concernía aquella tierra vieja y apenas en llamas; llegaron casi a la par pero por caminos muy distintos. Se sentaron de cara al recuerdo, que cada vez bramaba con menor voracidad; era el después de la tempestad.
Sé que ellas no querían que la tormenta aplacase; si es que acaso llegué a conocerlas, podría afirmar que no querían recobrar sus sentidos. Primero, las enmudeció el pánico. Luego los sollozos, que las corrieron incansables piel adentro, acabaron por ensordecerlas. Ya sordomudas, enceguecieron por mirar fijo al vacío, como quien se olvida de parpadear ante el sol. Finalmente las manos, sus manos aún trémulas, se enllagaron de tanto arañar al tiempo. Cuando el mundo comenzó su nuevo rodeo, creí que echarían a andar, pero no lo hicieron. Quizá pensaron que así el Dios de turno tendría más indulgencia, o que quietitas como estaban, la vida misma les perdonaría la escasez de coraje. Se sentaron dándose las espaldas, en total oscuridad, igual que los gatos se posan en la cornisa por las noches, y yo impotente detrás de su dolor, quise prestarles mis ojos para su llanto, pero no pude. Quisiera poder hacerles saber que estoy bien. A veces una me escucha, pero enseguida me desestima, tal es su temor ante la locura. Y sé que la otra desea fervientemente oírme, pero tengo prohibido acercármele. Sería muy peligroso, dicen. Si me asomase a su quimérica inconsciencia, aunque tan sólo un segundo fuera, detendría su latir tan sólo por serme fiel. Ella me inventa en sueños, busca mis brazos y mi orgullo, intenta expiar culpas que no le pertenecen, espera la redención. Cree que me falló. Mira las brasas fuera, tratando de hallar fuego entre el despojo; necesita verme porque dentro mi imagen se le borronea en la retina de la memoria, y por más que me enjuague con sus pañuelos de papel, me está olvidando y eso la atormenta. Está perdiendo el sueño, y piensa que en la similitud me rinde homenaje. Da interminables vueltas entre las sábanas, retorciéndose como las larvas que bajo la tierra acompañan a los muertos. Últimamente duerme febril, y se desagua. La tercera se bate en la ambigüedad del duelo más confuso, me repudia y maldice en silencio, más abre la mano izquierda cuando duerme, buscando mi compañía a su diestra.
Hace más de una hora que han dejado de mirarse, cada quien ensimismada en sí.
Se preguntan si los nuevos transeúntes alcanzarán a imaginar la hoguera que allí ardió, pero la pregunta que en verdad rueda detrás de su pavura es si ellas mismas serán capaces de advertirla.
Hace más de una hora que han dejado de mirarse, cada quien ensimismada en sí.
Se preguntan si los nuevos transeúntes alcanzarán a imaginar la hoguera que allí ardió, pero la pregunta que en verdad rueda detrás de su pavura es si ellas mismas serán capaces de advertirla.