lunes, 5 de septiembre de 2011

Septiembre

El océano frente al océano, por Ricardo Romero.

Dicen que cuando a uno se le mete el mar en los ojos, éste se queda ahí para siempre. No es algo que le pasa a todos, no es algo que ocurre cada vez que un hombre o una mujer, de la edad que sea, niño o niña, se para frente al mar y lo contempla. Acaso sólo los ahogados suicidas obtengan siempre este raro privilegio, aunque eso, claro, no podemos saberlo. También es bastante seguro que, después de los suicidas, por una obvia cuestión de convivencia, sean los marinos los que tengan el más alto porcentaje de estos casos. ¿Hay alguna diferencia entre un marino y un marinero? En los diccionarios no parece haberla, pero tengo para mí que hay una variación mínima entre una acepción y otra. 
Un marinero es el que ejerce el oficio de navegante, un marino también, aunque tal vez sea algo más, alguien que corre el riesgo de que el mar se le meta en los ojos porque, sin darse cuenta, ha querido preguntarle algo. Y entonces el mar se le ha metido en los ojos como la belleza de una mujer a la que no se quiere amar porque no se sabría cómo, una mujer a la que sólo se quiere mirar para asimilar el sentido de su belleza que, por supuesto, no lo tiene. Basta cerrar los ojos para que su imagen se diluya, esquiva e imposible. 
Del mar dicen que queda un ritmo hipnótico, de la mujer la vaga sospecha de que ese recuerdo, si existiera, no nos dejaría vivir, y sin embargo su ausencia duele. 
Tal vez por eso el mito repetido de las sirenas.