Los adioses viven en una calle de ecos donde resuenan eternas las letras de tantas bocas, como resuenan las gotas de lluvia que se filtran por los techos de zinc. Los adioses y las gotas no dicen nada pero sí zumban, a veces miedo, a veces furia, a veces dolor, a veces alivio. Nuestro adiós no habita el mismo pasaje que los otros, está en una calle distinta, con ecos que cada vez que llegan, silban una palabra nueva. Como una botella al mar repleta de hojas en blanco que escriben los marineros y se borran cada vez que un náufrago la rescata. Hoy, hay un murmullo de grillos fuera de mi ventana, ¿o está dentro de mi cabeza? Son vos y tu campo que vinieron a espiarme, ¿o seré yo que otra vez te estoy llamando en sueños? De cualquier manera están y eso es lo que importa. Importa que puedo traerte tan cerca como necesite, como si las distancias entre nosotros pendieran de un carretel. Tengo en las manos esta maravilla embebida de azul, azul como el espacio y el tiempo, y cuando lo deseo, tiro hacia mi centro y de repente estás bajo mi piel, con tu murmullo de grillos despertándome de este sin vos que si no fuese por el carretel, sería el insomnio.
Duermo porque tengo en las manos ovillado el hilo de tu cintura.
Duermo porque tengo en las manos ovillado el hilo de tu cintura.