lunes, 29 de noviembre de 2010

De cómo era…

A veces sentimos que algo es tan maravilloso, que no podemos entender como no todos sienten igual, y creemos -erróneamente- que debe ser porque lo desconocen... 


Amaba su barrio, y cada rincón era anécdota e infancia, pero una infancia huérfana, sin zapatitos nuevos ni capitán piluso sino a través de la ventana de algún chico más afortunado que él. Amaba a su padre más que a nadie, y nunca se perdonó no habérselo dicho a tiempo, pero se redimía hablándonos de él. Ya no lloraba, pero el verde mar de sus ojos se ennegrecía al perderse en aquellos años cincuenta y pocos. Hoy soy yo la que se redime entre la tinta, y la que nubla su cielo con un nombre. Vernos crecer le dolía, aunque no nos lo dijera. Estar lejos nuestro significaba estar solo, y él odiaba la soledad. Lo entristecía perderse los detalles más irrelevantes. Él quería verlo todo, pero no podía. Por eso no quería que llegase el domingo, augurando su pronta partida. Amaba la buena comida, como sólo se disfrutan las cosas que alguna vez nos hicieron mucha falta. No podía controlar su carácter y los nervios no le permitían dejar de fumar. Renegaba cada vez que me veía descalza abriendo la heladera. Amaba las películas épicas y las bandas sonoras imponentes. Le encantaba que leyera libros de aventuras porque veía en ellos toda la inocencia e ilusión de los chicos, y así lograba mantenerme guardada entre sus capullos de algodón donde él podía jugar a ser niño por primera vez. Aunque los años se esforzaran por contradecirlo, éramos nenas a sus ojos. Sabía que no moriría durmiendo en su cama, porque su vida nunca había sido ni sería tan simple, tenía que hacer mucho ruido, gritar entre tantos sordos. Para mí era fácil abrir la ventana de su mundo, porque es tan fácil mirar hacia adentro... Sé como te dolía verme llorar. Perdón.