domingo, 28 de agosto de 2011

Los miserables

Tranquilamente podría ser el hombre de mi última pesadilla hecha cuento. El mismo que me enfermó de Porfiria, y luego me obligó a esconderme en su sombra mezquina. Pero como hay nombres que quisiera no tener que pronunciar nunca (al punto de que rechino los dientes y muerdo el revés de mis mejillas cada vez que me presentan a alguien que se llama así), vamos a referirnos a él bajo el seudónimo artístico de "El miserable". Podemos distinguir fácilmente al miserable porque camina en puntas de pie, sin pisar realmente sus pasos, ni tampoco levitándolos para no alzarse demasiado. Así va sorteando (más bien, rehuyendo) lo que Kundera llamó la más misteriosa y equívoca de todas las contradicciones, la disyuntiva entre el peso y la levedad. No desea asumir deberes ni mucho menos emitir juicios, pero sí quiere simularlo, y vehementemente, de modo que aquí encontraremos el segundo dato que nos permitirá identificarlo: el miserable casi siempre es abogado. Pero como no admite gravedad alguna en su avara subsistencia, no esperen hallar un miserable que sea penalista (la libertad ajena no le es un concepto familiar), sí en cambio descubrirán cientos de ellos dentro del fuero civil... 

Este breve preámbulo no nació en verdad para advertir al mundo de la existencia de los miserables, sino que está escrito precisamente para ellos, en un (intuyo que vano) intento de aleccionamiento. Mejor envilezcanse en el suelo, o deshonrense en los cielos, pero elijan donde enmohecer porque les aseguro que va a convenirles ser reconocidos en su inmundicia y repudiados, que eludirnos a todos con tanta habilidad. Va a llegar el día en que ustedes también deban extinguirse, y quizá de tan esquivos, la mísmisima Parca los olvide, y se queden sin pasaje de ida.