jueves, 3 de febrero de 2011

Réquiem a los cobardes (en tres tiempos)

Los grados que recorre el segundero aceleran, de a diez en diez, sus pulsaciones.
La humedad que recorre su frente, augura el naufragio. Pero nadie discute el azar cuando es favorable. Y corre, con sus muslos próximos al desgarro, hasta aquel barco monstruoso. Lo que no pasa en la película es que él pierda el Norte, demorándose en saldar deudas ya expiradas. No hay nombre aún para el concepto, pero entiende lo que es forclusión.

En cambio yo me cubro los oídos cuando las sirenas se despiden, para que no me hagan más daño del que me inflingo a mí misma, de espaldas a la opción, trenzándome en esta absurda disputa para convencer al cajero que me deje hacer por favor la peor inversión de mi vida. Es tiempo de cantar el réquiem a los cobardes. Es tiempo de cantarme a mí. 
A todas las luces que aborto y que me abortan. A mi amada corona de espinas. A la sangre que haces brotar de mis sueños, y que yo bebo con tan exquisito morbo. A todos los bálsamos que di a cambio de nada. Al único hombre que hizo de mi nombre una plegaria, y por quien dejé de rezar tras el despojo.

Hoy lo busco en el vértigo previo a todo… o a nada, quién sabe.
Lo busco para que me lleve dentro, para que me oville y no deje que me quiebren más.
Para que sea egoísta por primera y última vez, y me convenza que es mejor estar de aquel lado del adiós, aprendiendo a leer en los espejos. Con la melancolía de un suicida que no sabe a quién dirigir la nota -esta semana aprendí que es académicamente incorrecto llamarle carta- y que acaba por resignarse y firmar “A quien corresponda”