miércoles, 30 de marzo de 2011

Magdalena

La Iglesia quedaba –no por azar- a trescientos metros de la casa, de modo que cuando sonaron las campanas poniendo término a la misa, despertó, entre asustada y divertida (como sólo los niños se sienten cuando son conscientes de estar haciendo algo que no deben) a la idea de que esa noche habría represalias por haberse ausentado de la ceremonia. Y es que vivir con el tío del sacerdote era, sin lugar a dudas, la mejor opción considerando las circunstancias pero no podemos negar que también tenía sus pormenores.  Hacía tiempo ya que no se estilaba reprender físicamente a las niñas, pero el de Ursino era un poblado particular, y conservaba ciertas costumbres, por creerlas ciegamente universales, cuando en realidad nunca lo habían sido. Contaban, entre estos vicios casi santos, con rutinas tan inverosímiles como la de beber clara de huevo las mañanas de Nochebuena, volar cometas los domingos religiosamente en la plaza mayor, vestir a las hembras de yorkshire (la única raza de canes conocida por los ursinianos) y calzarse los hombres exóticos trajes revestidos de latas de antaño traídas por los barcos en el origen de la ciudad, antes de que el río se secara y el puerto se convirtiera en feria. Magdalena supo que no podía faltar mucho para que llegase Don Luis, y corrió a esconder los cinturones. Aunque sabía que nada iba a menguar la furia del señor, subió y bajó las escaleras una decena de veces porque estando quieta podía oír el galope de su pecho y esto la aterraba aún más. 

Cuando la tarde cayó, y los asientos ya no le parecieron tan lacerantes, decidió montarse en su bicicleta –el único obsequio que le habían enviado sus padres en los catorce años que llevaban sin verse- y vagar no tan sin rumbo unos minutos, procurando pasar frente a la casa varias veces para que Don Luis pudiera cerciorarse de que no huiría, y una vez corridas las cortinas, arremeter con un pedaleo voraz hasta la calle primera, donde podía dejar su velocípedo en lo de la comadrona del pueblo, Anamaría, que tenía particular devoción por la pequeña. Allí sólo una posada había, y a menos que fuera el día en que las nueve lunas de Rosaura llegasen a su fin por séptima vez, no iba a cruzarse con ningún vecino  e iba a poder aguardar tranquila a que el 537 llegase a destino.  Al cabo de veinte minutos, el polvillo de la tierra roja la despertó de su ensueño. Sacó de su zapato las monedas de cobre casi sulfatadas, y subió de un escalón por vez, porque su metro treinta de alto no le permitía más, de haber podido lo hubiera hecho de un salto si eso le anticipaba un instante al menos de libertad.

El único ómnibus que en su trayecto cercaba Ursino era este en el que Magdalena ahora viajaba. Menos casualidad que ironía divina, la emancipación tenía un solo camino, mucho polvo colorado y  tres dígitos impares. Tras bordear varios partidos, ninguno más pequeño o arcaico que el suyo, al fin descendió al puente. Bajando los veintiocho escalones que ya la intuían, estaba su venerado tren. La siesta que significaban las cortinas corridas le daba no menos de dos horas, claro que eso incluía el pedaleo, la espera del 537 y el viaje a la civilización. Aunque sabía que no había llegado el momento de escabullirse, tenía un sentido del tiempo privilegiado y le restaban como mínimo sesenta minutos de vías, de modo que iba a poder ver dos, quizá tres ferrocarriles pasar, sin ella aún. A la hora de la mesa, ya estaba de vuelta en la casona, con los mandados hechos y la olla en el fuego para que cuando Don Luis despertase, le pellizcase el cachete con su maldito gesto de perdón y sonriera a gusto.

Así pasaron los meses, y Magdalena fue cumpliendo los quince, los dieciséis y los diecisiete, y la bicicleta le empezó a quedar chica. No habían llegado nuevas encomiendas de papá y mamá, de manera que no podía esperar más. Siendo una sola, y teniendo tan pocas cosas como tenía, no hacía falta mucha planificación. Un domingo nuevo, omitió –por primera vez con culpa- la ceremonia y cargó en su morral las escasas pavadas con que contaba antes de subir a la oxidada bicicleta de niños que Don Luis había guardado en la galería de invierno. Esta vez, no corrió, más bien saboreó con pausa el trayecto hasta la casa de la comadrona, cómplice sin saberlo de los propósitos de la joven. Anamaría, que de tanto parto había olvidado inventarse el propio, encontraba en Magdalena la hija que había omitido.

Cuando descendió del ómnibus,  su morral siguió viaje hasta la terminal, acurrucado en el asiento que de a poco perdía tibieza. Al primer tren lo dejó pasar. Pensó en Don Luis. Es cierto que era un viejo lobo estepario pero ella sabía que él la apreciaba de veras, con su  rústico modo de querer, por supuesto. Y también en Anamaría, y las faltas por las que iba a pedir indulto después. Vio las rodillas gastadas y encendidas de la vieja mujer, de tanto confesionario, tanta misa, tanto pie de cama nocturno. Pero al segundo tren no lo dejó pasar. A esta altura, ya sabía que la emancipación, menos por casualidad que por ironía divina, tenía un solo camino, mucho polvo colorado y  tres dígitos impares. Y la libertad de Magdalena empezaba donde para cualquiera todo termina. 

No había nadie en la estación, y Don Luis no llegó ese día sino hasta entrada la noche, de modo que el chofer del 537 supo antes que ninguno lo que había ocurrido, cuando llegó a la terminal, vio el morral acurrucado en el asiento, buscó entre las cosas algún dato que le permitiera devolverlo, y encontró sólo la nota.