EL
Todos los dedos menos el pulgar yacían escondidos en el espacio que hay entre dos botones del saco. El chambergo apenas dormido sobre la cara y la suela del zapato recién lustrado reposada sobre un farol titilante de la puerta de la casa de ella. Hacía honores con su presencia a la más lunfarda de las poses. Las ideas rubricadas y firmes. La exactitud de lo que iba a pronunciar generaron el estupor que su mente trataba de asimilar. Miraba de reojo la hora, ávido pero no asustado, esperaba que esa figura rompiera la quietud de la noche abriendo la puerta. Los minutos correspondían a su naturaleza y pasaban insaciables cumpliendo las vueltas que el reloj les obligaba. Mientras, él, manteniendo la pose, repetía incansablemente las frases que había escrito en esa hoja rayada; a medida que las coreaba, menos les creía. Sin perder el tinte persuasivo de su imagen, creaba en su mente el rostro que iba a recibir ese golpe cifrado en letras. El movimiento en la oscura calle parecía omitido por los dioses a pesar de las plegarias silenciosas de aquel hombre. La puerta continuaba inmóvil y contradiciéndola seguían las agujas y el insoportable tictac. Por fin se desentendió de la postura e inmediatamente la luz sobre su cabeza se vistió de parca. Sin ver emprendió el camino de vuelta a su domicilio y a la angustia. Antes de poder dar el segundo paso, la luna, emulando a Rá, enmarco en sus ojos la silueta que él esperaba, pero no girando aquel picaporte, sino subiendo por la leve oblicua que presentaba la calle. Despertó a su sombrero y dejó a sus ojos indefensos ante la invasión visual. Los tacos se acercaban y el perfume desordenaba su archivo de ideas. El pie izquierdo se posaba justo enfrente del derecho, para que éste luego se le adelantara y posase exactamente frente a la cara del anterior. Medias oscuras mezcladas con la sombra no permitían ver piel a pesar de la minúscula falda. Recién el prominente escote de la remera dejaba ver esa tentación dérmica. Lacio rubio sobre los hombros y una gargantilla sobria servían de marco para ese rostro perfecto, que ni la negrura de la noche dificultaba su revelación. La mano derecha de él, curiosa en el bolsillo, temblando acelerada y haciendo juego con el bobo. El encuentro era inminente, empíricamente inevitable. Sin embargo las cuerdas vocales tensas impidieron que el sonido reviviera en esa vereda en penumbras. La mirada con clorofila de ella jamás giró y los rezos de aquel compadrito se cumplieron: la puerta demostró su existencia rechinando sus bisagras para abrirse y luego cerrarse escondiendo a la dama culpable de aquella espera. Bajó el ala de su casco de fieltro, la mano ya calma había entrado entre los botones del saco y la suela del calzado otra vez reposada sobre el poste eléctrico que insistía intermitente. Volvía al inicio, molestando a los dioses en silencio y con la misma pose rea, pero que ahora se vuelve rebelde al ahogar desde sus ojos aquel refrán que nunca aprendió.
ELLA
El carmín excedía los márgenes debidos, y quizá más de una esa noche gozó viendo el detalle, pero ella no lo supo porque la malicia nunca ríe en voz alta. Odiaba las milongas, como sólo pueden odiarse las cosas más amadas, pero de vez en vez ignoraba su rencor e inclinaba el metatarso en punta para bosquejar un ocho en el lugar. Horas atrás, mientras repasaba sus medias con las manos, cerciorándose de que no hubiera brechas, se hacía a la idea de que esa noche tampoco iba a taconear, más que en el empedrado sobre el que vivía desde pebeta. No es que no hubiera tenido ocasión de dejar el barrio, pero no quiso aprenderlo todo de nuevo. Bastantes vaivenes su memoria tenía en laberintos trillados, más algún puesto nuevo de feria que abría y sumaba sendos carteles de anuncio a su carrera de obstáculos. Ya en la ideal, fumó más de lo que esperaba porque ciertamente esta vuelta no esperaba nada y cuando se hizo la hora de partir de a dos, ella empinó el codo para beber de un sorbo esa última copa de malbec, que sabe a mérito cuando se pierde la mano con tanta honra, y encaró la noche sin más que lo puesto y del brazo de su fe maltrecha. Recién el tercer conductor del ómnibus correspondió a su apuro, y en veinte minutos que le parecieron viejos, bajó a los cien metros que distaban de su portal. Por un segundo nomás, creyó que alguien iba a estar allí, aguardándola, con la suela de un zapato recién lustrado reposando sobre el farol, tarareando quizá uno de sus preferidos. No pudo saborear su quimera, porque el tramo era doblemente arduo gracias al vino barato y maldito, y tuvo que depositar su estrecha lucidez en los pasos. Ella no alcanzó a saber -como tampoco supo de las risas maquiavélicas de las demás bailarinas- que él realmente estaba, silbando con el pecho las notas de su porvenir. Y él no supo, aún con los dones que le sobraban, que ella más que intuirlo nada podía; si ni siquiera cuando vio el desatino buscando la cerradura lo sospechó; sino alcanzó a descubrir sobre el verde calado de sus ojos, el manto que los cubría… mejor para ella entonces, haber desoído sus desafinaciones y omitido la fortuna. Para qué bailar la última pieza con optimismo, si el tango a ella le sentaba tan bien.