domingo, 13 de marzo de 2011

FRIDA

Llevo conmigo las piezas, a metros nomás de tu quimérica inconsciencia, y me dispongo a resolver el rompecabezas de tus vértebras maltrechas. Quiero sanarte.
Pienso en la paradoja de tus nombres, en el morbo del director de teatro que llamó a tu obra sufrida, en las culpas de quién te acristianó Magdalena, y en todas las piedras de tantos cobardes e infortunios que luego llegaron implacables a tu pecho.
Dormida, siempre logro componerte, pero cuando volteo y te busco, no hay a quién salvar. 
Las telas sobre la camilla se agitan aún. No hay ventanas, de modo que es tu viento el que las mueve. ¿Cómo es que andas sin suelo? Menos turbada que asombrada, veo las plumas perdidas de tus pies por la celeridad de la huida y entonces al posar la vista sobre tu flamante columna, que yace fútil en mis manos, río.
El infierno de pronto se vuelve tangible, es uno y es este, pero no toda luz es fuego y entre los destellos que  no encienden dolor, vas. Virgen, inalterable, perfecta, inédita, exacta... 
Los fragmentos de tu cuerpo, casi sin estrenar, roídos por tus hermanos.
Brota de tu pincel, nada menos que  la expiación del horror del mundo.  No es causa propia, ni sublimación. Sólo uno puede herirte. Y ese uno te hiere. Sostiene tus pasos, y al instante cuando te encuentra sin más guardia que la piel, te arrastra feroz barranca abajo, pinta con tu sangre y tu barro, descansa con tu sueño y con tus párpados, y te deja en desvelo sin ojos ni credo. Pero vuelve a elevarte, te recuesta en su regazo, te acuna como quién sabe, y entonces sosiega el mar, aplaca su cólera y pone fin a tu duelo. Te vuelve madre.  
¡Y yo que pensaba que zurciendo tus huesos te curaba!
Al fin de cuentas eras una mujer más.