Hace algún tiempo escribí una serie de instrucciones para salvarnos del olvido.
Hoy me pregunto cómo pude ser tan cínica, cuando pocas cosas envidio tanto como las comunidades zen donde a sus discípulos, los maestros les cambian el nombre cuando consideran que han cumplido ya el ciclo vital, y es tiempo de nacer de nuevo.
¿Cuál es el fin de que el dolor del hombre pueda ser evocado?
Esto claramente no es un don. Poder sufrir un mero recuerdo, con igual intensidad o aún con más, exacerbando al angor actual con los innombrables masoquismos que somos capaces de construir, no puede ser sino una maldición.
Esta capacidad nos distingue de los demás animales dijo el letrado.
Pero a veces es preferible ser el axolotl de Cortázar, y esto es mucho más que un simple estado larvario, es ser aquel hombre y aquel pez, y ser el instante único de la trasmigración al desprenderse de la abominable memoria, aunque fiel a la verdad esto no es lo que sucede en el cuento. Pero sí dejar los párpados en cualquier cuerpo que siga caminando nuestros días venideros, y quedarnos quietos y amnésicos en el pequeño estanque.
Ayer un amigo hablaba a favor de las demencias en la senectud, porque al final del juego, lo que más pesa al ajedrecista a punto de perder, son los movimientos que realizó durante la partida, los casilleros donde fue (sin saberlo) escribiendo su réquiem.
¿Para qué revivir incansablemente nuestros naufragios?
¿Para qué revivir incansablemente nuestros naufragios?
Mejor ganar o perder sin más; si no hay yuxtaposición posible entre el pretérito y el presente, para qué inventarla.
Cuando saltamos nunca caemos en el mismo lugar del que partimos, siempre lo hacemos a milímetros de distancia desconocidos, quizá la distancia que recorre nuestro cuerpo sin que nos percatemos, cuando pensamos que estamos fijos. Y es que el equilibrio del que tanto necesitamos jactarnos, como tal no existe. Simplemente no es concebible.
Lo único perdurable es el tiempo.
Lo único perdurable es el tiempo.
Y toma forma en mi retina lo que alguna vez leí: ¿Para qué queremos ser inmortales, si un día de lluvia no sabemos qué hacer? Y pienso, ser inmortales no sería el problema, si pudiéramos ser eternos y anterógrados. Pero la sangre va y vuelve al corazón, y aunque digan que se renueva, es siempre la misma, y las cosas son como son, y los fantasmas van a seguir allí abriéndose paso entre la gente para recordarnos que están, y no tendremos ninguna llanura si desde el momento en que salimos de fábrica estamos hechos de circunvoluciones, y todo es laberinto y encrucijada donde pisamos miles de huellas pero jamás tierra virgen. En fin, no podemos pensar en un color distinto de los que conocemos, y esta disertación de la memoria la escribirá cualquier otro axolotl, y lo mejor que hemos aprendido, lo más cercano al olvido, es el arte de reciclar.
P.D.: Antes de que me acusen, y con razón, de pesimista, quiero agregar que no niego, por el contrario celebro a J. Nash, epónimo de nuestra última opción:
Siempre podemos elegir ignorar a los fantasmas que nos acechan.