Con los ojos bien cerrados, las plantas de los pies ennegreciéndose con el polvo acumulado a través de los siglos de la tarde en las cerámicas del patio y tratando de no pensar en las siete picaduras de mosquitos que ardían en mis piernas, comprendí que aquella no era una lumbalgia cualquiera, sino el peso de los mandatos inmundos (y pensé largo rato en el sadismo de la conjunción in-mundos) lo que realmente me dolía.
Fui hablada, y de mis cuerdas falsas la frase hay que devenir en huérfano vibró una y otra vez, y a cada segundo con mayor claridad; y aunque tenía los ojos cerrados, la luz fue haciéndose tan intensa que el dolor del dolor escapó.
¡Friedrich tenía razón! Uno sólo arroja aquello que sobra en el carro y que impide seguir el viaje. Pero cuán afortunados son los que se dan cuenta a tiempo de qué es lo que estorba, antes de que se venzan las ruedas, aunque en general suele ser todo: el apellido, el yo y el superyo, el honor, la memoria, por sobre todas las cosas la memoria, en fin lo que nos dijeron que era todo. Entonces, libres de culpa y cargo, de deudas e impuestos, despertamos a la única maravilla (siete sólo eran las picaduras de mosquitos que ardían en mis piernas) la imprevisibilidad.
Y los poros de mi piel se abren al aire, así descansan mis malgastados pulmones;
y quizá nunca lo entiendan, pero había que devenir en huérfano para poder respirar.