Una psicóloga amiga, una vez escribió: Estamos educados para entender el amor como proximidad, y las distancias se nos vuelven esferas asfixiantes. Claro está que este concepto de amor tan limitado excluye dos realidades, la intimidad y la muerte.
Ausencia
(Escrito en 2002, corregidas las fechas en 2010)
Apegada al padre como pocas veces he visto, la niña dormía acunada por el miedo de un futuro que creyó cercano, y habría de llegar un lejano marzo. Niña de tez blanca y grandes ojos verdes, meciéndose en los vaivenes de un humo que no era suyo, amparó su alma en la sombra de un árbol ya caído.
Demasiada es la soledad que deja tanto amor.
Y a veces negar la memoria es tan fácil!
Pero el sol trajo consigo aquel invierno que olvidase un día: su padre había muerto.
¡¿Quién había muerto entonces hacía más de ocho años?!
No, no podía ser su padre.
Quizá hubiese fallecido un hombre más de los tantos que sucumben segundo tras segundo.
No, no podía ser su padre.
Ella ya lo había velado; debía ser una confusión, un error de los registros que todavía creen poder decirnos cuándo y cómo perdemos a los otros.
Indiferente al suceso, ya que nadie presta atención a cosas que no son ciertas, despertó la mañana siguiente viviendo la vida que interrumpiese aquel llamado telefónico inútil. Se dirigió al hospital, tal como habían indicado los mandatos supremos.
(No más Ello, no más juego, no más plaza ni hamacas, no más Borges, no más nada)
Pero equivocó a voluntad inconsciente el rumbo, y fue a casa de su Madre, cosa que había dejado de hacer hacía entonces varios años… ocho aproximadamente.
Aún teniendo llaves del departamento, llamó al timbre (nunca había dejado de sentirse una extraña en la casa materna) y se asustó al ver a aquella mujer, cuando salió a su encuentro, vestida de negro.
¿Qué habría ocurrido para que actuase de ese modo?
Papá falleció hace más de ocho años! Se decía una y otra vez.
Concurrir a aquel funeral no la confundió ni alteró en lo más mínimo; hacía rato ya que había comprendido las ficciones de la realidad. Fue simplemente para burlarse de aquel espectáculo montado por la vida para contradecir sus decisiones pasadas, a regocijarse de la victoria de su homicidio.
Como era hija de abogados, pensó: las causas expiran.
Y entre los pañuelos, los gemidos y el falso luto, entre risas, susurró…“Tarde”.